Entre montañas, mar y pensamientos
Fotografías tomadas en formato RAW con mi Fuji X-T5 | Editadas en Lightroom.
La idea de viajar en solitario hacia el norte de España llegó a mí apenas unos días antes de partir. Se metió tan adentro en mi cabeza que prácticamente se volvió una obligación llevarla a cabo. No se trata de una gran hazaña, pero sí una aventura que recordar siempre. Necesitaba aire, espacio y, quizás, un poco de silencio en mi mente. Así que organicé mi material de fotografía, preparé mi viejo Montero y me lancé a la carretera rumbo al Norte. Sin prisa, sin más obligación que llegar a dormir a los hospedajes reservados, pero con total libertad de movimiento. Sólo la carretera, lo que el paisaje quisiera mostrarme y yo.
Primera parada en el camino — Pont de Suert, Cataluña (Alta Ribagorza).
Siempre he sentido una atracción difícil de explicar por el Norte. No sé si es por su verde, por la niebla que lo envuelve todo sin avisar, o por ese silencio que no incomoda, sino que te hace sentir abrazado. El Norte tiene algo de refugio y de frontera a la vez. Hay mar, hay montaña, hay pueblos que huelen a leña y caminos que parecen no tener prisa. Todo invita a quedarse un rato más, a mirar mejor.
En esta semana en solitario, lo confirmé: volver al Norte es, en parte, volver a mí mismo.
La niebla abrazando una solitaria casa — Espinosa de los Monteros, Burgos (Castilla y León)
Soy un gran defensor de viajar por carreteras nacionales, siempre y cuando el tiempo lo permita. Sus curvas, su integración en pueblos desconocidos y sus gasolineras solitarias suman un gran encanto al viaje. Es cierto que uno no va tan rápido como en autopista, pero ni mi coche ni mi agenda lo necesitaban. De ahí, surge gran parte de su encanto; se mira más, se para más y se escucha más.
Otro punto clave en el viaje, fue mi viejo Montero. Un legado que me dejaron mis padres y que lleva en la carretera casi el mismo tiempo que yo en la vida, desde 1999. Es mi gran compañero de ruta y cada vez me demuestra que tiene más ganas de sumar kilómetros. No es el coche más cómodo, ni el más rápido, pero me hace sentir en casa, además de sacarme de todas las complicaciones que pueda encontrar en el camino.
Hay algo especial en conducir durante horas sin un trayecto establecido, simplemente dejándose llevar por el paisaje, la radio y los pensamientos. A veces, lo que más necesitaba no era llegar, sino simplemente estar en movimiento.
Carreteras nacionales y mi viejo Montero — En algún lugar entre Castilla y Cantabria.
No todo fue calma y puro disfrute, por supuesto. Estar solo tantos días, con tanto paisaje y tanto silencio, también deja espacio para los pensamientos que uno suele mantener al margen. Aparecen dudas, recuerdos, cosas pendientes. Un cocktail que en según que situación abruma un poco. Uno se pregunta si está haciendo bien, si todo esto tiene sentido, si no estaría mejor en otro lugar…
Bañistas disfrutando de la playa — Cantabria
La soledad, a veces, pesa. Sobre todo al anochecer, cuando el cuerpo está cansado y no hay nadie con quien compartir una comida, una vista o una risa. Pero también tiene un valor: obliga a escucharse, a sostenerse sin distracciones, a estar ahí, presente. Y sobre todo a pararse a mirar la vida de verdad, con atención y sin prisa.
No volví con todas las respuestas, pero sí con una sensación clara: hacer este viaje fue un regalo. Por los paisajes, sí, pero sobre todo por lo que removió por dentro y por todas las dudas que me generó, también por las que me aclaró. Por lo que me enseñó a mirar, a estar, y a agradecer el simple hecho de seguir en marcha.
Vistas desde lo alto de un acantilado — Costa Cantábrica
Entre montañas, mar y pensamientos no encontré nada grandioso, pero encontré un poco de mí. Y eso, al menos por ahora, me basta.
Gracias por leerme,
Pau